Cannes 2023: Los soles compartidos
Hay algo que celebrar en el festival de cine más importante del mundo: ahora los guiones reinan.
Tal como lo relata el escritor y guionista Jorge Semprún en uno de sus varios libros de memorias, el torero español Domingo Dominguín nunca alcanzó la fama de matador que tenía su padre del mismo nombre, ni la de su hermano Luis Miguel (padre del cantante Miguel Bosé, y torero favorito de Franco) y se retiró tempranamente de las plazas un día cuando estuvo a punto de morir en una corrida.
Esa tarde, Dominguín descubrió, para su horror, que quienes habían venido a verlo en el fondo le deseaban la muerte. Quizás por lo mismo, por retirarse a tiempo, Dominguín luego se volvió muy célebre y popular y hasta incursionó como productor de cine (“Viridiana” de Buñuel, nada menos). Filocomunista en pleno franquismo, fue uno de los mejores drinking buddies de Semprún y de nada menos que de Ernest Hemingway, cuando el escritor norteamericano visitaba regularmente el bar del Hotel Palace en Madrid a finales de los 1950s. Hemingway, que según Semprún para esas alturas ya le costaba inspirarse para escribir, se dedicaba a chupar y contarles a sus dos amigos acerca de las supuestas hazañas sexuales que tenía con su esposa Mary y que nadie le creía no por inmorales sino que por inverosímiles.1
Con los años, ambos compañeros de copas de Semprún se suicidaron de manera similar. Hemingway, en 1961, con un balazo en la cabeza. Dominguín, en 1975, también con un disparo pero en el corazón. Antes de su trágica decisión, Dominguín vivía autoexiliado en Ecuador, lleno de deudas y fantasmas personales. Su muerte sorprendió a Semprún: lo recordaba como un tipo vital y alegre. En una carta que dejó a su mujer, Dominguín escribió una frase que dejó helado al dramaturgo y político español: “por los soles compartidos”. Había sido la misma dedicatoria que Semprún había puesto en la primera página de uno de sus libros. Así, la frase saltó del libro a la carta suicida, y de la carta al epitafio de Dominguín, tal como puede leerse en su lápida en un cementerio de Guayaquil.
“Por los soles compartidos”, esa sola línea, aparece en un momento clave de “Cerrar los ojos”, la esperada última película del director español Víctor Erice estrenada el lunes pasado en el Festival de Cannes. Está escrita como dedicatoria en otro libro, y en otro contexto: un escritor retirado devenido en guionista pasea por un mercado callejero y en una tienda de libros usados encuentra una copia de su libro, el único que alguna vez publicó. Lo abre, y en la primera página hay una dedicatoria escrita por él mismo a una amiga. Dice “por los soles compartidos”. La historia de la película de Erice es intensamente melancólica y simple: el escritor se llama Miguel Garay y es invitado por un programa de televisión que se dedica a buscar personas desaparecidas para que los ayude a encontrar el paradero de Julio Arenas, actor y mejor amigo de Miguel, quien de un día para otro se esfumó de la faz de la tierra. No solo se perdió: dejó botada una película que Garay estaba filmando con él de protagonista, y que por ese motivo, nunca pudo terminarse. De eso, hace un par de décadas. Ahora, los del programa de televisión le piden al escritor/director algunas imágenes de la filmación por si algún espectador lo ve, lo reconoce y puede dar una pista de su paradero.
Desaparecer, esfumarse, no son temas ajenos para Victor Erice. Él mismo llevaba 30 años desaparecido desde que hizo su última película, “El sol en el membrillo” (1992), una de las grandes bellezas de la historia del cine español. Y antes de esa, pasaron diez años entre “El Sur” (1983) y “El espíritu de la colmena” (1973). Cincuenta años de carrera y apenas cuatro películas, y si quieren podemos discutir por deporte cuántas de ellas son obras maestras: ¿dos, tres, las cuatro?
En la función del lunes, el director de Festival de Cannes Thierry Frèmaux presentó “Cerrar los ojos” comparando a Erice con Terrence Malick, otro gran director que también estuvo 20 años sin filmar (entre “Días del cielo” [Days of heaven, 1978] y “La delgada línea roja” [The thin red line, 1998]). Aún así lo de Erice es más extremo y radical: de hecho, estuvo ausente en el mismo día de su estreno en Cannes como protesta contra Frèmaux según una carta abierta de Erice que publicó el diario El País. “Cerrar los ojos” no va a ganar ningún premio en Cannes porque Frèmaux la dejó fuera de competencia y la puso en una sección inocua, llamada Cannes Prèmiere, y que todo indica solo existe para que Cannes tenga más películas bajo su paraguas y no puedan estrenarse en otros festivales. No se sorprendan: por prácticas como éstas uno puede explicarse que Erice sea un ermitaño. (Malick en su momento tampoco estuvo ni en el estreno ni para recibir la Palma de Oro por “El árbol de la vida”).
Por si fuera poca tanta descortesía, en los días previos al estreno de “Cerrar los ojos” circulaba un insidioso rumor por la Croisette: Erice había hecho un telefilme. Una larga película de tres horas muy distinta a sus anteriores… con mucho diálogo. Tras el estreno, el rumor se hizo de inmediato ridículo, y no solo “Cerrar los ojos” es una gran película sobre el poder del cine, sobre existir y desaparecer, sobre las huellas que se dejan en el mundo tras la propia existencia y tantos otros temas que, pasados varios días, sigo sin poder digerir del todo, sino que efectivamente es una película con un gran guion, un guion tan bueno que parece invisible, apenas escrito en el aire, con muchos diálogos, claro, pero sin grandes frases para el bronce (que es lo que muchas personas asocian a un “buen guion”). Lo magnético del guion (co-escrito por el propio director junto al vasco Michel Gaztambide, el mismo de “Vacas” de Julio Medem) reside en construir una historia con escenas precisas y que, al mismo tiempo, hacen intuir tensiones que transitan subterráneamente.
Lo inquietante de ese rumor previo a la función es que alguien haya asociado “diálogos” con “telefilme”. Quizás quienes leyeron el guión de “Cerrar los ojos”, al verlo tan “simple” y tan “dialogante” pensaron que sería distinto a las películas anteriores de Erice, todas intensamente poéticas, y donde (a excepción de “El espíritu de la colmena”) el guion potencia la aparición de la belleza en cada plano, pero no tiene grandes pretensiones narrativas. Por lo mismo, “Cerrar los ojos” se sigue con total agrado porque como todos los grandes trucos de magia, está todo a la vista, y sin embargo, la emoción aparece de manera inesperada. Es lejos la película más accesible de Erice y por lo tanto, la que más personas podrán ver y reconocer en él un genio del cine sin que alguien se los haya tenido que decir antes. Para no convertir este texto en una crítica de la película, les dejo acá lo que escribió mi amigo Manu Yáñez en Fotogramas que bien resume la experiencia de verla y su lugar en la filmografía de Erice.
Otro guion
Pero volvamos a lo de Cannes y los guiones. Esta es la quinta vez que visito este festival y aunque ahora solo vi ocho películas en cinco días (un promedio bajo para cualquier cinéfilo de fuste) tuve la suerte —o quizás el buen ojo, no nos tiremos al suelo— de haber elegido bien: siete de ellas eran buenas o muy buenas. Eso es raro. En general, al menos en mi experiencia, Cannes puede ser el lugar para ver grandes películas, pero también para ensartarse en obras autocomplacientes, o bien, innecesariamente provocadoras, o centradas en el virtuosismo pero despojadas de todo encanto. Entrar a ver una película en Cannes es una lotería, incluso con directores que uno admira.
En esta oportunidad, sin embargo, para mi sorpresa, me tocó presenciar películas en las que la historia, el guion, no era “una excusa” para explorar otros temas de manera poética a través de la puesta en escena y las interpretaciones. En la selección hubo menos esa sensación de “esta película pudo ser un cortometraje”, y más donde se podía observar un desarrollo de personajes complejos, situaciones con muchas capas de lectura y un saludable uso del subtexto. Por supuesto, estamos de acuerdo que el gran cine es mucho más que solo guiones, pero en los últimos 20 años era raro toparse en la Selección Oficial con un guion que dieran ganas de leer o estudiar de una película que no viniera de Estados Unidos, como si el arte de la escritura fuera exclusivamente hollywoodense, o un asunto cultural inevitable que había que tolerar de las películas de ese país.
Pero los tiempos cambian, y ahora parece haber más conciencia de que preocuparse de los guiones no es “entregarse al mercado” o “a las audiencias” o “al cine de Hollywood” o “a las fórmulas” o todas las otras cientos de estupideces que me ha tocado escuchar de amigos críticos y programadores cuando uno habla de los guiones. Una vez incluso, a la salida de una función del Bafici por ahí por el 2011, un crítico me insistía que el cine del futuro sería sin guion, y que solo ahí podría encontrarse la pureza del cine. No lo estoy inventando. De hecho, esta idea sigue muy viva en muchos programadores y críticos, por razones que se me escapan, pero que intuyo tienen que ver con un visión deforme de la teoría del cine de autor: el director es el único e indivisible autor de una película, y por tanto, los atributos que hacen posible su maestría solo son aquellos que vengan desde ahí, es decir, el montaje, la dirección de actores, la imagen y la puesta en escena (muy chistosamente, también se le atribuyen a los directores “los temas”, lo que habitualmente indigna a mis compañeros guionistas cuando nos juntamos a embriagarnos y pelar). Si el guion es bueno, gracias, pero no nos olvidemos que es solo un punto de partida y una excusa para tener donde echar a andar la imaginación al momento de filmar.
Como ustedes pueden adivinar, esta es una idea con la que estoy en desacuerdo, pero que también entiendo de donde viene: es una reacción que comenzó a mediados del siglo XX, cuando el cine todavía se entendía como una derivación del teatro y la literatura, y por lo tanto, era necesario un gesto de rebeldía autoral que diera cuenta de que el cine, con un singular lenguaje y gramática, no dependía del “texto” ni de la palabra hablada para alcanzar su grandeza, porque era un arte por derecho propio. Esa idea finalmente se impuso y, a finales del siglo XX, hubo que llevarla más lejos: dejar claro que los guiones eran excusas para hacer películas, plataformas para conseguir algo de dinero, pero debían desaparecer al momento de filmar. Como una manera de no parecerse a Hollywood, en el cine internacional había que huir de la narrativa, siempre “predecible” y “obvia”. Esta manera de entender el cine se hizo muy popular con el advenimiento de lo que los anglosajones llamaron slow cinema (un término que no me agrada y siempre me sonó supérfluo): películas con historias casi inexistentes, personajes espectrales, tramas deliberadamente confusas, y largos planos contemplativos como una manera de “lavarnos los ojos” (para ponerlo en palabras de Abbas Kiarostami) de la invasión de imágenes que se convirtió la vida moderna en ese momento en que la internet recién llegaba a nuestras vidas. La ola vino desde Asia e Irán y efectivamente parecía el cine del futuro: no se parecía a nada que hubiéramos visto antes (bueno, sí, Pasolini y Antonioni, pero ahora “La Aventura” se sentía como “Rápido y Furioso” al lado de una de Hou o Tsai, que es como nos gustaba llamar a Hou Hsiao-hsien o Tsai Ming-liang cuando hacíamos fila para una función en, de nuevo, el Bafici). No quiero sonar cínico: muchas de esas películas las sigo admirando, y el ánimo exploratorio está en la esencia de todo trabajo artístico que se precie de tal. El problema es lo que vino después: los festivales se llenaron de miles (sí, miles, no exagero), miles de películas así, provenientes de jóvenes directores de todas partes del mundo. Y los festivales no aprendieron a discriminar el polvo de la paja: si era lenta y no se entendía, y estaba filmada con cierta competencia técnica, pasaba. Así se nos fueron 15, 20 años.
Ahora todo indica que Cannes finalmente recibió el mensaje y la tendencia empieza a avanzar en otra dirección. Podemos atribuírselo a “la era dorada de la televisión”, que tiene a los guionistas empoderados ya no solo en Estados Unidos, sino que también en Europa y, poco a poco, en América Latina. Pero no es solo un asunto de poder: es también un reconocimiento a que las variables que pueden darse con películas contemplativas son limitadas y hay que dejarlas en manos de los “maestros” (este año en Cannes, ese lugar lo ocuparon el turco Nuri Bilge Ceylan con “About dry grasses” [Kuru otlar ustune] y el portugués Pedro Costa, que fue seleccionado con un corto de 9 minutos llamado “Las hijas del fuego” [As filhas do fogo]). Hasta Lisandro Alonso que brilló con “La libertad” (2001), y “Jauja” (2014), ambas seleccionadas en su momento en Una Cierta Mirada, este año participó con “Eureka”, también invitada a Cannes Prèmiere como Erice, y que —según quienes la vieron— bien podría ejemplificar esta transición de una época a otra: hay un juego con (y una parodia de) los géneros cinematográficos que habla de cierta resistencia a lo inevitable: lo narrativo ya no es un pecado, la abstracción pura es fascinante pero también complicada de sostener.
Aclaro que no quiero decir que ahora aparecieron más películas narrativas en Cannes. No es eso. Quiero decir que ahora hay una tendencia a que las películas autorales no se sostengan solamente por sus directores y su mirada sino que también por la calidad de las historias que cuentan, algo que antes no tenía el mismo nivel de relevancia al momento de la selección. Esta supuesta nueva vocación narrativa del festival uno podría pesquisarla precisamente desde las discutidas dos Palmas de Oro para Ruben Östlund (“Triangle of Sadness”, el año pasado y “The Square”, 2017), cuyo estatus de sátiro le ha abierto al sueco muchas más puertas de las esperadas, dejando en el camino a otros directores más tradicionalmente “cinematográficos”. A eso se suma que no es casual que Östlund haya sido invitado a ser presidente del jurado de este año, donde también participa el notable súper guionista argentino Damián Szifron (“Relatos Salvajes”, 2014), y el prolífico novelista afgano Atiq Rahimi (que en su última película como director co-escribió con el legendario Jean-Claude Carrière). Son señales que hacen esperar que la ganadora de este año cuente con un guion interesante. Y a pesar de mi pequeña muestra no tiene nada de representativa, como dije al principio, en siete de las ocho películas que vi, el guion fue un factor relevante y bien trabajado, de maneras distintas y poco tradicionales, pero siempre de vocación narrativa. Es decir, da la impresión que ahora hay de donde elegir.
Yes, We Cannes
¿Y qué sería eso? Bueno, las dos que vi de la Competencia Oficial son brillantes y si cualquiera de las dos se llevara la Palma de Oro me parecería justo. Una es “The zone of interest”, escrita y dirigida por Jonathan Glazer, el mismo que nos convenció que Scarlett Johansson podía ser una extraterrestre asesina en la kubrickiana “Under the skin” (wena, wena, wena, 2013). Siguiendo una línea de trabajo con personajes fríos e imperturbables, lo mejor de “The zone of interest” es llegar a verla sin saber nada, así que les voy a relatar solo los primeros cinco minutos. La película parte con una simpática familia alemana que está bañándose en la ribera de un río en una tranquila tarde de verano. Conversan, se ríen, disfrutan. Se viene la tarde, se vuelven a sus casas en unos autos antiguos (ahí entendemos… “ah, esta película transcurre en otra época… ¿los años 40s?”), llegan, comen, siguen conversando y de pronto descubrimos que el padre de familia, al día siguiente, está de cumpleaños. Le regalan un kayak (“ah, de verdad les gusta la naturaleza y la vida al aire libre”, piensa uno), y el padre usa uniforme (¿es militar?), y desde el patio de la casa se puede ver no muy lejos de ahí una torre… (¿una torre de vigilancia?)… Y una chimenea… desde donde sale humo negro… y sobre las panderetas del patio donde sus hijos juegan hay alambre de púas… porque el padre y su simpática familia SON TODOS NAZIS y viven justo DENTRO del campo de concentración de Auchswitz. El papá es Rudolf Höss. Y a uno se le cae la boca. Y la cara. Y empieza a escuchar que imperceptiblemente en la banda de sonido aparecen de fondo gritos, discusiones, disparos de armas… pero muy despacio, muy lejos. Y es aterrador. Porque no tenemos que verlo para saberlo. La manera en que está contado lo que ocurre después es pertubador a varios niveles, porque así como “Los Picapiedras” no se daban cuenta de que vivían en la prehistoria, los Höss viven en medio del horror y no lo ven. O no parecen verlo. Rudolf vive como un gerente de una multinacional, y lo quieren trasladar (a otra empresa / campo de concentración) y es todo muy natural. Y la película hace algo muy simple: hace pensar que uno también podría ser un nazi. Que vivimos y usufructamos de un mundo que pasa al lado de uno, lleno de horrores y sufrimiento, y no hacemos absolutamente nada para cambiarlo. Estrenar esta película en medio de Cannes, sus alfombras rojas y corbatas humitas, es un gesto revitalizador y un llamado de atención potente que reverbera dentro de uno mucho rato después de haber visto la película2.
La otra de la Competencia que me gustó es la última de Aki Kaurismaki, que parece hace ya un buen rato estar pasándola muy bien (llegó bailando a la alfombra roja, video que de inmediato se hizo viral). Uno solo puede alegrarse por Kaurismaki, ya saben, una especie de Bukowski finlandés cuyo alcoholismo legendario hace plagar sus películas de personajes a medio camino entre la rudeza, el humor negro y el desamparo. Don Aki parece haberse decidido a no complicarse la vida con nada y filma la historia de amor improbable entre una chica reponedora de supermercado y un alcohólico, ambos solitarios pero orgullosos. Viven en medio de noches de karaoke, noticias en la radio de la invasión rusa a Ucrania y funciones de películas de Jim Jarmusch en el cine del barrio. Quizás Kaurismaki nos esté señalando la ruta para el futuro de la comedia romántica, ese género que ya habíamos dado por muerto, y quizás la clave esté en que esas películas se traten menos del amor y más de la dignidad. Cómo sea, la película parece hecha de taquito, se siente tan ligera que solo es atribuible a alguien que sabe perfectamente lo que hace, y lo hace con mucho sentido del humor (con grandes líneas de guion, incluyendo la que termina la película y que recuerda “Los Fabelmans” de Spielberg). Ah, me olvidé del título: “Hojas secas” (Kuolleet lehdet). Si este sábado gana la Palma de Oro, los kaurismakianos del mundo celebraremos con un trago.
Luego, en la sección Una Cierta Mirada (la otra competencia de Cannes), vi dos latinoamericanas y ambas están muy bien. Es curioso que ambas coquetean con los géneros, en particular con el western, sin serlo directamente. “Los delincuentes” del argentino Rodrigo Moreno en el fondo son dos películas en una: la primera es sobre un funcionario de banco de tanta confianza que tiene acceso a la bóveda del dinero y es de los que cuenta los billetes que están ahí. Como conoce el procedimiento de seguridad completo, un día mete toda la plata que le cae en una mochila y se arranca al interior del país, no sin antes pasarle la mochila a otro compañero de trabajo para que se la guarde mientras él se declara culpable y va a la cárcel. Uno no entiende mucho cómo el plan podría ser una buena idea, pero lo lleva a cabo, y el inesperado cómplice hace lo posible para que no lo descubran y en eso el relato es muy entretenido. La segunda parte es sobre los dos tipos, y una chica que está al medio. Todo es como “Butch Cassidy y Sundance Kid” pero mezclado con funcionarios tipo “La tregua”, y se deja ver con toda paciencia a pesar de que dura tres horas (ya dije, son dos películas, de hecho el metraje está dividido en primera y segunda parte). Por ahí aparece un personaje chileno que perfectamente pudo haber salido de una de Ruiz o de una novela de Zambra.
La otra es la chilena “Los colonos” de Felipe Gálvez, co-escrita por Antonia Girardi, y también podríamos decir que son dos películas: en la primera seguimos una especie de caravana de la muerte comandada por un soldado escocés, un gringo y un mitad chileno/mitad indígena que a comienzos del siglo XX tienen la misión de tomar control de un territorio de la Patagonia que pertenece a un empresario chileno. Y tomar control significa matar inmisericordemente a cientos de indígenas Selknam y Onas. Esta parte es muy violenta, cuidadamente filmada y casi en su totalidad hablada en inglés. La segunda parte ocurre siete años después e involucra a un enviado especial del gobierno de Pedro Montt que quiere investigar lo ocurrido en la “colonización”. Sinceramente, es un peliculón por su mano sólida para contar una historia y, sobre todo, por hacer depender momentos claves en sus actores y sus rostros. Ese coqueteo con el western (y que la primera mitad sea en inglés) lleva la película a un lugar tan de género que, si no fuera porque luego aparecen Marcelo Alonso y Alfredo Castro, uno dudaría de estar viendo una película chilena. Una refrescante aventura.
Vi otras más, pero quiero cerrar este reporte para hablar de una que ha pasado casi inadvertida para los críticos y que fue una de las sorpresas más agradables que me tocó ver en este festival: la francesa “Vincent debe morir” (Vincent doit mourir), dirigida por Stéphan Castang y escrita por Mathieu Nahert, ambos debutantes, y mostrada fuera de competencia en La Semana de la Crítica. La presentación en sala fue con el elenco completo, unas 20 personas en el escenario, y todos querían hablar, lo que pudo ser insoportable pero resultó ser chistoso. La película tiene un high concept muy claro: Vincent es un diseñador gráfico que un día un estudiante en práctica de la oficina donde trabaja le da un golpe en la cabeza con su laptop, y luego se le abalanza encima para matarlo. Es un ataque de ira inexplicable. Dos semanas después, lo mismo: otro compañero de trabajo le entierra lápices en la mano (en una escena violenta y sangrienta). Los eventos empiezan a multiplicarse (conductores en la calle, niños que viven en su edificio) que cada vez que cruzan mirada con el bueno de Vincent lo quieren matar. La película sobrevive al concepto cuando descubrimos que no es el único que le pasa lo mismo, y que esa rabia asesina es una especie de virus que afecta al mundo que se acerca al apocalipsis. Todo se vuelve una película de John Carpenter, o una remezcla de “Shaun of the Dead”, porque no es ajena al romance ni al sentido del humor. No sería extraño que alguien compre el guion para hacer un remake en Estados Unidos. Un guion chispeante y muy bien ejecutado que fue una ventolera fresca en la calurosa Costa Azul. Vincent, después de todo, como el torero Domingo Dominguín y varios directores consagrados que visitaron el festival, descubrió con horror que todos quienes habíamos venido a verlo en el fondo le deseábamos la muerte.
Gracias por leer hasta acá. Nos vemos en un par de semanas.
SEMPRÚN, Jorge. “Federico Sánchez se despide de ustedes”. Tusquets Editores. Barcelona, 1993. p. 95-102.
La película está basada muy someramente en la novela homónima del escritor británico Martin Amis, quien falleció un día después del estreno de cáncer al esófago tras una larga vida como fumador. La línea narrativa principal de la novela (una infidelidad amorosa entre la esposa de Höss y otro oficial nazi) está totalmente ausente de la película, en lo que parece en un gesto de adaptación que se entiende: al sacarlo, la resonancia con el mundo actual es mucho mayor.